Colombia enfrenta una doble amenaza que se retroalimenta: la creciente desigualdad social y los efectos cada vez más severos del cambio climático. Este binomio pone en jaque la seguridad alimentaria de millones de personas, especialmente en las regiones más pobres y vulnerables del país.

Las lluvias no caen igual para todos

En zonas como La Guajira, el Chocó o la Orinoquía, donde históricamente el acceso al agua potable y la infraestructura agrícola ha sido limitado, los eventos climáticos extremos tienen efectos devastadores. Las lluvias se intensifican donde ya había inundaciones y desaparecen en los lugares que más las necesitan. A esto se suman olas de calor que arrasan con cultivos y ponen en peligro la vida de comunidades enteras.

Pero no todos enfrentan las mismas consecuencias. Mientras los sectores urbanos más acomodados logran adaptar sus viviendas, acceder a alimentos importados o incluso migrar temporalmente, las comunidades rurales deben lidiar con pérdidas de cosechas, alza de precios y falta de ayudas oportunas del Estado.

Desigualdad que agrava la crisis

El problema no es solo natural, sino estructural. La falta de inversión estatal en tecnologías de riego, sistemas de alerta temprana y protección social acentúa las brechas entre quienes pueden adaptarse al cambio climático y quienes no. En Colombia, la pobreza multidimensional se concentra en zonas rurales que también coinciden con los mayores índices de vulnerabilidad climática.

Esta desigualdad crea un círculo vicioso: a mayor pobreza, menor capacidad de adaptación; a menor adaptación, mayores daños por el cambio climático; y a mayores daños, más pobreza. Así, fenómenos como el Niño o las lluvias torrenciales no son simplemente desastres naturales, sino catalizadores de injusticias estructurales.

Hambre y precios en ascenso

Uno de los efectos más inmediatos es el impacto en la alimentación. Según datos recientes, el precio de los alimentos en Colombia ha registrado aumentos significativos, impulsados por la variabilidad climática, la especulación y los altos costos de producción. La inflación de los alimentos golpea con más fuerza a los hogares de menores ingresos, que destinan una mayor proporción de sus recursos a la compra de comida.

En consecuencia, el hambre deja de ser una amenaza lejana para convertirse en una realidad cotidiana. De acuerdo con organizaciones de la sociedad civil, más de 15 millones de colombianos sufren algún grado de inseguridad alimentaria. La mayoría de ellos vive en zonas rurales o periféricas, donde los mercados son inestables y la asistencia gubernamental, escasa.

¿Qué se puede hacer?

Expertos y organizaciones sociales coinciden en que la solución pasa por un enfoque de justicia climática. Esto implica que las políticas públicas deben reconocer y corregir las desigualdades históricas, asignando más recursos a las regiones que más lo necesitan y fortaleciendo la resiliencia de las comunidades vulnerables.

Además, se requiere un cambio de paradigma en la planificación del desarrollo rural. La agroecología, la soberanía alimentaria, la participación comunitaria y la adaptación basada en el conocimiento local son claves para enfrentar la crisis con equidad.